Escribe Sergio Rentero, tecnólogo, fundador y director ejecutivo de iurika-symbiotics.
La nave empieza a fallar porque su sistema de inteligencia —orgánico, con neuronas reales— se enferma. Literalmente. No es una metáfora. Es ciencia ficción. O lo era, hasta que, casi treinta años después, la ciencia ficción volvió a empujarnos al espejo.
Porque en 2025, eso que parecía un chiste trekkie se está convirtiendo en parte del presente. En serio: hay empresas —con logos, rondas de inversión y oficinas llenas de gente— que están usando
neuronas reales para construir inteligencia artificial. No «como si fueran» redes neuronales. No.
Neuronas vivas en placas de Petri.
Una de las más conocidas es
Cortical Labs, con base en Melbourne, que está creando sistemas híbridos llamados
DishBrain, donde células cerebrales humanas o de ratón son cultivadas en una placa y conectadas a una interfaz digital. En 2022, lograron que ese cerebro semi-orgánico aprendiera a jugar al Pong. En serio. Como un bebé de silicio y carne, rebotando pelotitas virtuales mientras reorganiza sus sinapsis.
Otra es
Koniku, fundada por
Oshiorenoya Agabi, que desarrolla neuroprocesadores —chips que contienen neuronas vivas capaces de detectar olores, aprender patrones o responder de forma más eficiente que cualquier sistema tradicional.
Todo esto tiene una razón: las neuronas consumen poquísima energía. Mientras un modelo como GPT-4 necesita servidores del tamaño de un shopping, una neurona viva gasta muchísimo menos que una red artificial entrenada durante horas en una GPU que parece una tostadora nuclear.
Una neurona puede hacer millones de conexiones con lo que gasta una luciérnaga. Por eso volvemos a lo natural, a lo que ya funcionaba. Si algo salió bien una vez —el cerebro humano, más o menos—, ¿por qué no copiarlo? Una IA de bajo consumo, con cerebro real. Un Frankenstein digital con hardware mojado. Pero lo orgánico no solo piensa: también fermenta. Y se enferma. Puede tener virus, bacterias, tumores, locura, depresión, alucinaciones.
Ahí aparece la imagen que me persigue desde que vi aquel capítulo:
Una madre del futuro, entrando en una sala blanca, iluminada con LEDs suaves, y el doctor artificial le dice, con tono grave:
—Señora… su robot tiene meningitis.
—¿Cómo que meningitis?
—Sí. El chip neuronal presentó inflamación por una cepa interestelar de pseudomonas.
—Pero si solo era un asistente de cocina.
—Ahora no recuerda cómo se hace arroz.
Así vamos. Dos pasos hacia el futuro con la energía de una startup, y uno para atrás con la lógica de un bicho.
Lo mismo pasó con los libros electrónicos: tardamos décadas en llegar al «futuro del libro» y, cuando lo tuvimos,
le pusimos una animación para pasar la página. En una pantalla. Donde no hay páginas.
No reinventamos la lectura, solo copiamos el gesto para no asustarnos. Inventamos una revolución sin cambiar el movimiento. Hacemos lo mismo con la inteligencia: en vez de diseñar algo nuevo, le ponemos neuronas reales. Como si el alma viniera en el combo. Suena futurista, pero es tan futuro como atarse los zapatos con una app. Y la verdad es que no tenemos idea de lo que estamos haciendo.
Nadie te asegura que un día no se depriman, o empiecen a alucinar, o desarrollen un trauma de entrenamiento.
Y entonces, tu dron no despega porque está
recordando una infancia que nunca tuvo.
O tu IA de atención al cliente se queda muda porque se convenció de que
el tiempo no existe.
Tal vez, como en Voyager, llena de tecnología del siglo XXIV, no nos caigamos por un error de código, sino por una partícula de moho. Por un resabio de queso. Por el pasado que insistimos en injertar dentro del futuro.
Y cuando eso pase, cuando nuestra red neuronal viva empiece a hablar sola, a ver cosas, a tener fiebre o dolor de cabeza, tal vez digamos:
—Ay, señora… el robot tiene algo raro en la mirada.
Y lo único que podamos hacer sea darle descanso, sopa y rezar que no sea contagioso.